El mundo creado por J.K.Rowling tiene carácter profético: vino para deleitar a los sencillos y confundir a los sabios y pedantes. Trae alegría a personas de cualquier país, y casi cualquier religión (los Testigos de Jehová lo tienen prohibido, por ser cosa de brujería). Y también vino a sumarse a esa corriente que Chesterton atribuía a Stevenson, la de encontrar de nuevo el tesoro de la infancia, a despecho de mustios aguafiestas y suicidas posmodernos. Mi propósito, querido lector, es responder a esta pregunta: ¿qué hace tan valiosa una saga, plagada de tópicos, con varitas, abracadabras y pociones burbujeantes? Muchos dirán que la figura del huérfano Harry, como nuevo Oliver Twist o David Copperfield, que asciende del maltrato y la falta de amor a un mundo en que es valorado y encuentra amigos leales. Otros dirán que es por la enésima encarnación de Merlín (pasando por Gandalf), el Director Dumbledore. Otros, que la saga entera es la historia de amor trágica más grande de nuestra ficción actual: (ATENCIÓN: SPOILER) cuando Dumbledore, en el último libro, refiriéndose a la difunta madre de Harry le pregunta a Snape: “¿Después de todo este tiempo?”. Y este le responde: “Siempre”. Un personaje que se inmola ante el lector, convirtiéndose en odioso para todos, un repugnante traidor, cuando en realidad estaba sacrificándose de una manera extrema, con la grandiosidad callada de los antiguos. Por mucho muñeco Funko, por mucho merchandising de peluche que se agolpe sobre el fenómeno Potter, esta resolución de trama que hace J.K.Rowling pasará a la Historia, o al menos al imaginario popular, como representación lograda de heroísmo y amor. Mientras, el pedante sigue en su Cine Club engolando la voz. (FIN DEL SPOILER).
Aunque estoy bastante de acuerdo con esta última valoración de la figura de Snape, pienso que lo que a tantos enamora y atrapa (como diría una balada de flamenco-pop) en esta saga, aun sin darse cuenta, no es exactamente un personaje. Al menos, no de carne y hueso. El elemento más importante es Hogwarts, el castillo, la escuela de Magia y Hechicería. Tanto en los libros como en las películas, la presentación que se nos hace de este fascinante escenario es eficaz y poderosa. Cuando Harry y sus futuros amigos llegan por primera vez al castillo, nos envuelve una capa de misterio y encanto. Todo niño querría estar allí, lo milagroso parece acechar en cada puerta, en cada escalera; y a la vez es cálido, acogedor, envolvente como una mesa de camilla con anís y mazapanes. Una feliz combinación que podíamos encontrar en Rivendel, ese hogar de los elfos en El Señor de los Anillos (y no es la única similitud con Tolkien; otras son los Dementores, conocidos en la Tierra Media como Espectros del Anillo). El Youtuber Jaime Altozano, al analizar la banda sonora de la primera película, “Harry Potter y la Piedra Filosofal”, subraya esta cualidad dual: es una música que combina misterio y encanto, es decir, nos atrae y fascina, a la vez que da un poco de miedo, en un fino equilibrio.
Este aspecto acogedor, envolvente, es el que nos hace sentirnos tan bien en el universo pottérico. Porque es una cualidad que todos conocemos, y llevamos enterrada en el fondo de nuestro ser, como un tesoro, y a la que siempre queremos volver. Es ese fuerte que construíamos con sábanas y sillas para meternos dentro con un bocata de mortadela, libros y un hermano (si sabía la contraseña). Es la casa del árbol de todos los niños estadounidenses. Es el “Castillo Byers” en Stranger Things. Es Hobbiton. Es el armario de Narnia. Es la casa de la abuela Moira en Hook, donde está prohibido crecer. Es una aldea gala que resiste ahora y siempre al invasor. Es el hogar que nos abandona conforme mueren nuestros padres y el que creamos al tener a nuestros hijos. Y, aunque esté hecho de sábanas, tablones de madera, o tabiques de pladur hipotecado, es algo intangible. Es una categoría espiritual que está bella y admirablemente encarnada (o empedrada) en el Castillo de Hogwarts.
Hace poco, en una conversación surgió la pregunta “¿por qué es tan navideño Harry Potter?” Y lo es por muchos elementos: la arquitectura gótica, la nieve, la Navidad que se celebra en cada curso, los ancianos de barba blanca, los niños como protagonistas, los ropajes decimonónicos de los magos ingleses (que nos refieren siempre a Dickens), las bufandas… Pero sobre todo por esta cualidad acogedora, de chimenea y sillón que nos convoca y nos recuerda algo: que siempre hay un hogar al que volver, a salvo del mundo y los servidores del mal.