Gregorio Luri (Azagra, 1955) es doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona y experto en pedagogía, pero el título que lleva con más orgullo es el de maestro de escuela. Luri ha escrito varios ensayos excelentes sobre pedagogía y educación, y hace poco se ha estrenado como escritor de ficción infantil de la mano de su nieto Bruno. Juntos han publicado Mi familia es bestial (Patio Editorial, 2020), la historia de un abuelo algo enloquecido con una pasión desmedida por la vida, y su especial relación con su nieto. Una familia bestial, como cualquier otra –o quizá no tanto–. Aprovechamos la coyuntura para preguntarle por su nuevo libro, sus lecturas de niño y sus hábitos a la hora de escribir o leer, entre otras cosas.
Bruno tiene una gran virtud: sabe escuchar con suma atención. Quiero resaltar esto porque la escucha atenta es una forma muy intensa de dominio de la atención y, en general, del entorno. Se puede transformar el mundo si se lo sabe escuchar. Ante la cara atenta de un nieto dotado del arte de la escucha, un abuelo fantasioso es feliz. Pero la atención sincera ha de ser correspondida con la intensidad del relato. Pues bien, a mi me gusta inventarme historias y a Bruno escucharlas. A medida que las voy inventando sigo los microgestos de su cara, que orientan el curso de mis palabras y sé si voy bien o voy mal. De vez en cuando, Bruno me lanza un “¿por qué…?” o corrige el desarrollo de una escena y así se va formando una historia. En resumen: creo que hemos disfrutado mucho el uno del otro.
Permíteme que insista en la importancia de la escucha atenta, porque ante la cara de un niño que sigue con atención las palabras del abuelo, este último sabe que tiene el deber de no defraudar las expectativas emergentes. Todo un mundo se pone en marcha cuando tu nieto te pide “abuelo, cuéntame una historia” o “cuéntame otra vez aquello de…”. Insisto: la escucha no es menos importante que el habla. La escucha crea la posibilidad del relato verosímil. El filósofo español José Gaos acompañaba con frecuencia a su maestro, Ortega y Gasset hasta las estribaciones de la sierra madrileña y allí, sentados en las rocas, entre los aromas del tomillo y el romero, frente a la llanura castellana, Ortega pensaba en voz alta ante Gaos, porque sólo podía precisar su pensamiento hablándolo ante alguien que sabía escuchar e interrumpir. Cuando hablamos ante alguien que sabe escuchar nos vemos a nosotros mismos con mayor claridad. Pues bien, cuando esta relación se da entre un nieto y un abuelo, se forma en torno a ambos un ámbito acogedor en el que la felicidad se toca con los labios, los ojos y las orejas.
Creo que los padres deben pulsar con sutileza los intereses de sus hijos, porque nadie está hecho para todos los libros, pero a todos nos gustan las buenas historias. Es importante huir de la literatura infantil buenista y proporcionarle al niño experiencias literarias aventureras. Mi referente, aquí, es el gran Roald Dahl.
Es importante leer, sin duda; pero aún es más importante poseer un vocabulario complejo, que permita la expresión del matiz y la captación de los detalles del mundo. Esto se puede conseguir con libros, pero también con la conversación, el cine, el teatro, los buenos cómics, etc. Si la relación del niño con la lengua es buena, tarde o temprano encontrará el camino que lo conducirá a la literatura.
Ni en mi casa ni en mi escuela había libros. El primer libro que leí fue La dama de las camelias y no entendí nada. Tenía yo entonces 10 años. Pero aquel libro estaba en un lugar inalcanzable de una estantería en la casa de mi hermana, recién casada, y me pareció misterioso y prohibido, por lo que debía ocultar secretos enormes que no alcanzaba a imaginar pero ante cuya atracción no me podía resistir.
Al revés de lo que hacen muchos niños ahora, yo no comencé a leer libros hasta los 11 años. Y leía de todo, desde vidas de santos a Salgari o Verne, pasando por Enid Blyton y, sobre todo, por Karl May, que me apasionaba. No he vuelto a leer nada con la intensidad con que me sumergía en las aventuras de Old Shatterhand y su amigo, el indio apache Winnetou. Tanto es así, que Winnetou ha acabando siendo un personaje que aparece de forma reincidente en las historias que les cuento a mis nietos. Por cierto, Karl May quedó ciego poco después de su nacimiento y tardó cinco años en recuperar la visión. Durante este tiempo fueron las historias que le contaba su abuelo las que formaron su imaginación.
No recuerdo que nadie me regalara un libro antes de cumplir 18 años.
Es mi mujer quien les regala libros y les lee en la cama. Yo les cuento historias cuando estamos en la mesa.
No.
No sé leer sin un lápiz en la mano. Subrayo, anoto, señalo, comento por los márgenes e incluso cuento la frecuencia de aparición de ciertas palabras que me parecen significativas. Creo que he ido desarrollando una variante de andar por casa de la lectura cabalística.
Respeto mucho a los clásicos, a los que siempre tengo miedo a defraudar; pero si un moderno me defrauda, no tengo piedad con él.
Pues, sinceramente, no lo sé.
Mi experiencia me sugiere que a Platón, por ejemplo, sólo se lo comienza a entender cuando tienes un poso de experiencias vitales propias. Plutarco cuenta que hay una ciudad en la que las palabras se hielan por el frío inmediatamente después de ser dichas y, después, desheladas, la gente oye en verano las cosas de las que ha hablado en invierno. Y añade lo siguiente: “Muchos se dan cuenta con trabajo, mucho tiempo después, cuando ya son ancianos, de lo que significaban las palabras que les decía Platón cuando aún eran jóvenes.» Sí, hay libros que han de ser releídos en época de deshielo.
Actualmente tengo la novela muy abandonada. Leo, sobre todo, historia y filosofía. Y, sí, tengo en mis estanterías ensayos a los que aprecio mucho y hoy están olvidados, por ejemplo La revuelta de los budas, de Jesús Fueyo.
Efectivamente, he estado veraneando en el Siglo de Oro y no había por allí muchos turistas. Los clásicos se nos han vuelto difíciles, pero hay que resaltar que no por su culpa.
Sí, practico disciplinadamente aquello atribuido a Plinio el Viejo: Nulla dies sine linea. A mano y a ordenador.
Soy un pésimo corrector de mis textos. Me da una pereza enorme volver a ellos cuando ya tengo algunas ideas nuevas revoloteando y pugnando por adquirir forma sobre un papel. Detesto corregir.
Tengo en mi estudio a los clásicos greco-latinos y a escritores españoles del XIX y en el garaje de casa a los demás.
La literatura no tiene por misión proporcionar consuelo, sino ir mostrando las complejidades del mundo lo cual, con frecuencia, es un motivo de desconsuelo, ya que a veces la vida se nos presenta como una búsqueda triste de alegría. Hay libros con los que hay que luchar a brazo partido, porque no se dejan conquistar fácilmente. Me pasó con los de Leo Strauss, por ejemplo.
Tengo la sensación de que la lectura y, en general, la educación de la atención, es cada vez más imprescindible; que la atención es el nuevo cociente intelectual. Pero visto que el 25% de nuestros jóvenes sale de la ESO sin competencias para comprender un texto mínimamente complejo, me temo que la lectura está condenada a ser una actividad cada vez más elitista.