Con mi agradecimiento por su generosidad, les doy la bienvenida a los cuestionarios de La Solapa, espacio en el que echaremos un vistazo a la de muchos títulos a través de las lecturas de distintos autores o personas relevantes en el mundo literario. Empezamos con Itxu Díaz.
Todo, todo. Los monstruos de la razón, de Rino Cammilleri. El código de los Wooster, de P. G. Wodehouse. Y Los mundos y los días de Luis Alberto de Cuenca.
Soy el tipo de lector que prepara todo meticulosamente para ir a leer a la playa y una vez allí no consigo pasar de la primera página porque me molesta el viento, después el sol, más tarde cambio de postura, después me distraigo, está dura la arena, me rasco la nariz y pierdo la página, no sé si leer con gafas de sol o sin ellas, a ver si me va a quedar la sombra del libro tatuada en el pecho, boca abajo me duele el cuello… Y finalmente guardo el libro y me largo al chiringuito a por un litro de cerveza fría. O sea, soy un lector normal. Leo a todas horas pero mi momento preferido es en cama antes de dormir. Lo de la biblioteca y chimenea es mono pero me genera bastante intranquilidad.
Mi única manía reseñable es asesinar a la gente que subraya los libros.
Dostoievski. Nadie debería leer a Houllebecq sin haber leído antes a Dostoievski, porque corre el riesgo de pensar que el francés maldito habla del cuerpo y no del alma.
Los libros te llevan a otros libros. Esa es mi fuente principal. Autores que sugieren autores. Pero presto también atención a las recomendaciones de los críticos a los que estimo, y miro de reojo a las novedades, aunque procuro leer cosas que ya todo el mundo ya ha olvidado.
Sin duda, el artículo. La entrada del blog me suena a ramal de autopista, los relatos me parecen todos un poco eróticos, las columnas de periódico terminan por caerse porque no sostienen nada. Lo que queda y remueve es el artículo. Muchos libros tediosos, que son pecados contra la caridad, podrían haberse evitado si su autor hubiera sido capaz de escribir un buen artículo.
Con ninguno, creo. Salvo para hablar mal: si vas a decir que un libro es una basura, lo elegante es no leerlo. ¿Quién coño inventó esa majadería de que tienes que probarlo todo para poder opinar?
En español, siempre que exista. Leo mucho en inglés. En textos clásicos, a menudo me regalo el placer de leer en latín y español a la vez.
Adoro a la gente que reverencia a los libros, pero yo solo los quiero mucho. Me gusta más gastarlos y reponerlos que sacarles brillo y contemplarlos. Sin embargo, abro con una cierta ceremonia los de Chesterton, casi todas las biografías, las colecciones de poemas, las antologías de vieja edición de Larra, de Foxá, de Pemán, o de Cavia, y cualquiera de Mauricio Wiesenthal. Supongo que el atuendo lo marca el estilo, el paisaje de las palabras y el alma del autor.
Gracias a Dios, leo como lector. Disfruto, admiro y aplaudo el talento de los demás.
He leído cientos de libros tristes en los últimos años, novelas sin final feliz, tratados sobre la melancolía y poemarios desconsolados. Me ha impactado la plasticidad emocional de El año del pensamiento mágico, la depravación de la melancolía en Irish Murdoch, y la cruda familiaridad del Hans Fallada de El bebedor. He releído con renovada desconfianza a Cioran, he vuelto a estremecerme con Emily Dickinson y Alfonsina Storni, y he descubierto una ternura extraña en el Celine desarmado y doliente de Cartas desde la cárcel.
Ni por un instante he levantado la mirada sobre el doliente común: aquel que ha perdido las ganas, que ha visto caer su vida y sus proyectos a sus pies como si fuera un jarrón de porcelana, los que han visto partir a sus seres queridos, los que tienen de todo pero no duermen bien, o aquellos que lloran en un acantilado frente al mar sin saber por qué. Creo, porque me lo dicen, que mi libro ayuda. Pero es justo reconocer que yo no quería ayudar sino describir. No quería salvar sino comprender. Soy escritor en el año 2020: no he venido a salvar sino a que me salven.
Sus palabras sobre Todo iba bien fueron una sorpresa, una alegría y un orgullo. Si por mi fuera, ahí se habrían terminado todas mis entrevistas y planes de promoción.
Porto con cierta desesperación el hecho de ser uno de los autores que mas depresiones causa a los libreros, que nunca saben dónde poner mis libros. He escrito un libro de cocina con un matiz: que es un manual para cocinar cosas horribles de la peor manera posible; un libro contra las nuevas tecnologías que se llama Yo maté a un gurú de Internet y que los libreros no sabían si ponerlo junto a los manuales de Windows o entre las novelas negras; he publicado una antología periodística que parece una novela gonzo –El siglo no ha empezado aún-, y ahora he escrito un libro sobre la tristeza en el que la gente está llorando de emoción en la introducción y llorando de risa en el primer capítulo. ¿Qué tal?
Estaciones, de Antonio Vega, es una canción que sale en los dos libros. Habla con naturalidad y frescura del paso del tiempo, de la importancia de vivir al día, del miedo y la calma, de lo bello y de lo triste. Aunque no ha sido premeditado, ambos libros están conectados por el corazón del hombre de tal manera, que a veces Todo iba bien parece una consecuencia lógica de que nos vimos demasiado en los bares. Por lo demás, he escrito este libro para decir que la felicidad es un anhelo lícito, pero no una obligación ni mucho menos un derecho.
A las madres les encanta El siglo no ha empezado aún; las cuñadas se parten de risa con Aprende a cocinar lo suficientemente mal como para que otro lo haga por ti; a un ex le regalaría Dios siempre llama mil veces, que así verá la luz y se irá bien lejos a por ella; y a un médico, Yo maté a un gurú de Internet, porque ya desde el título queda claro que trabajamos más o menos en lo mismo.
Contar algo tan personal y tan duro nada más empezar es una forma de aclarar que esto no es un ensayo teórico y difuso sobre la melancolía, sino que este libro es la vida, la mía y la tuya, con sus jirones del alma, sus lágrimas, y sus sonrisas.
Siempre he dicho que, como escritor, resulta más fácil hacer llorar que reír. De mi feliz experiencia americana he aprendido la grata sorpresa de la universalidad del humor, más allá del estilo, que en mi caso he tenido la suerte de que ha encajado a la perfección con el lector americano. A raíz del éxito en The American Spectator y National Review inicié conversaciones con editores interesados en traducir alguna de mis obras, pero no hemos logrado acordar si tiene más sentido editar mi nuevo libro o alguno de los anteriores, más satíricos. En ese escollo hemos encallado, por el momento.
Con Yo maté a un gurú de Internet pasé de escribir para los amigos y para los lectores más fieles de mis columnas, a hacerlo para miles de personas anónimas. Recibí muchos mensajes de gente que lo estaba pasando mal y a quien este libro hizo reír a carcajadas (uno de ellos se cayó de la cama del hospital en un ataque de risa). Un librero me lo recomendó en Madrid, una marca de electrodomésticos inteligentes me bloqueó en Twitter, e hice después un programa diario de humor junto a mi querido Javier Quero.
No, y ya sé que siempre miento en esto, pero esta vez es verdad. Todo iba bien fue un esfuerzo largo y extenuante, y lo que deseo ahora es sentarme frente a la huerta donde lo acabo de plantar y contemplarlo, esperando a que crezca, se ponga hermoso y, si Dios quiere, tenga sus propios libritos y se los coman los pájaros.
The Bachelor Home Companion de P. J. O’Rourke.
Jim Boton y Lucas el maquinista de Michael Ende.
P. J. O’Rourke.
Cualquiera libro de Ignacio Peyró.
España defendida de Francisco de Quevedo.
Hud, el salvaje de Larry McMurtry.
La extraña pareja con Jack Lemmon y Walter Matthau.
El viejo trueno de Joseph Pearce.
La Suma teológica.
Un ministro en mi nevera. Es mío.
Una familia de bandidos, de María de Sainte-Hèrmine
Cualquiera que conjugue el verbo empoderar.
La Biblia, Preparación para la muerte de San Alfonso María de Ligorio, y uno, aún por escribir, Es fácil salir de un ataúd si sabes cómo.
No lo recuerdo, pero seguro que algo muy decepcionante.