Lo pueden encontrar a diario en este blog. Además, colabora en el blog del Club Chesterton de Granada y en diversas revistas jurídicas. Su sueño incumplido es no haber conocido en vida a Scruton y su lugar en el mundo es Oxford. Donde no ha estado nunca “ni falta que hace”. De los sitios en los que sí, se queda con los veranos en El Puerto de Santa María y con Madrid donde vivió un par de años. Y sí, ha venido a La Solapa a hablar de El señor Marbury, su primera novela.
Sí a todo, y con entusiasmo. Tres son pocos, pero seré disciplinado:“La fe los demonios”, de Fabrice Hadjadj; “Me voy con vosotros para siempre”, de Fred Chappell; y “Punto y aparte”, de Miguel d´Ors.
Leo en cualquier sitio. El lugar es lo de menos, porque la procesión (de palabras) va por dentro. Recuerdo, por ejemplo, buenos momentos de lectura en la sala de espera del dentista y, sobre todo, en el tren. Para el lector no hay trayecto largo ni esperas excesivas.
“En edición diferente, los libros dicen costa distinta”, decía JRJ. Me basta una edición cuidada, sin bibliofilias que distraigan. No doblo las páginas y hago a lápiz, ¡por supuesto!, anotaciones, comentarios y rayas diversas. Al acabar el libro, repaso todas esas huellas de lectura, que al fin no son más que muletas de la memoria. Ah, la faja de los libros la tiro en cuanto salgo de la librería, y la “camisa” (la sobrecubierta) la conservo, pero se la quito para leer. Pero son costumbres, no llegan a manía.
No tengo. En la primera página pongo a lápiz mi nombre y la fecha. Y, si es un regalo, a quién le debo tal gracia. No me gusta marcar los libros como si fueran reses. Ladrones del mundo, os bastará con borrar mi nombre de la primera página.
Tengo amigos sabios que me dan soplos impagables. Hace años, uno me dijo: “No leas a Kundera, que no te va a gustar”. Y le hice caso. La semana pasada otro me dijo: “Lee “Un caballero en Moscú”, de Towles”, y le haré caso. También hay, desde luego, un tanteo, una búsqueda que, sin ser ciega, es algo tuerta. Cuando la duda es irresoluble, pregunto a los que saben. Recuerdo llamar desde una librería a Enrique García-Máiquez. “¿Leo a mi paisano Javier Almuzara?”. La respuesta fue rotunda: “Léelo. Almuzara es un grande”. Y, como acertó Enrique, acerté yo.
He leído y releído, y conservo impresa -a buen recaudo entre mis papeles-, una entrevista que Ana Nadal Jové le hizo a Andrés Trapiello para la revista “Ínsula” en mayo de 2014. En ella cuenta que, en su caso, “los libros y los hijos crecieron juntos”, y que fue así por el consejo que le dio Carlos Pujol: “tienes que escribir en cualquier parte, en cualquier circunstancia, favorable o adversa”. Me admira esa mezcla tan natural entre vida y escritura.
Con ninguno. No, miento: acabo de hacerlo por primera vez, porque lo desconozco absolutamente todo sobre Pierre Bayard (y que Monsieur Bayard me perdone, pero uno da para lo que da).
La ordeno a partir de unas pocas categorías básicas: novela en español, novela extranjera, filosofía y ensayo, historia, y poesía. Y luego, en baldas aparte, Chesterton y Newman, porque con los amigos íntimos hay que tener alguna deferencia.
Para mí, la Biblia es distinta a los demás libros. El “Génesis” no es “Los Buddenbrook”, y “El cantar de los cantares” no es Machado. También me impone la “Comedia” de Dante. No me extrañe que lo llamen el quinto evangelio.
Soy un lector, y, por lector, puede que tenga algo de escribidor (y no diré escritor, que es palabra enorme). Disfruto como un verderón del talento de los demás. No sólo disfruto: lo celebro.
Es un enigma irresoluble,la duda que atraviesa la novela. Se la plantea el protagonista (Peter Marbury), se la plantea el autor (que hasta llega a aparecer en la novela como si fuera un personaje más) y se la pueda plantear el lector. ¿Mi vida es una novela? La de los Marbury lo es. La de los Paredes creo que también, como la de tantas familias.
Sí, las referencias literarias del señor Marbury son, por mi parte, pequeños homenajes de lector agradecido. Pero lo que Telma aporta tiene siempre más miga y es más sutil. Por eso Telma no hace grandes parlamentos en prosa, sino que se limita a escribir, a veces en papeles insignificantes, versos de otros que resultan importantes para elevar el ánimo de la tropa (léase su familia y sus amigos). Aquí hay otro giro que sólo algunos advierten: puede que el protagonista no sea Peter Marbury, sino ella. Los lectores más avezados se quedan con Telma. Y hacen bien.
(Risas) Sin duda. Y, además, los pagaría gustoso. Me lo dieron todo hecho. Yo sólo tenía que estar ahí, con los ojos abiertos y el corazón algo espabilado. Es increíble cómo los niños dan vida a las palabras. Quien lo probó lo sabe.
Touché! Spleen, Somerset, Maddington: puede que existan esos lugares, pero en la novela existen en otro sitio y de otro modo. Spleen (la ciudad en la que trabaja el señor Marbury) es la melancolía. Somerset (la ciudad en la que viven los Marbury) es distinta, tiene más brío. Maddington es una capital efervescente. Y en todo ese panorama irrumpe, con extraña normalidad, una tienda de Ikea, acaso para recordarnos que la vida real está hecha de muebles, tornillos y estanterías Holstrom (pongamos por caso).
Alfonso Paredes querría ser un autor y por eso busca el personaje.
No se cuenta con claridad, pero existe. La ambientación de la novela tiene un toque british, pero hay dos circunstancias que rompen la atmósfera anglosajona. Por un lado, Telma cita a poetas españoles. Y, por otro lado, el autor utiliza expresiones nítidamente castellanas. Con lo primero pretendo destacar que la nuestra es tierra de poesía. Con lo segundo quiero utilizar algunas expresiones castizas (por ejemplo, la de “salir el sol por Antequera”) para ponérselo difícil a los traductores que el día de mañana tengan que verter “El señor Marbury” al inglés, en una alucinante vuelta de tuerca (Risas).
(Risas y exabruptos) Está todo controlado. En el mundo del Derecho se utiliza con profusión la ironía, así que serán los colegas del foro quienes disfruten más de esas pullas (que, como todo en la novelita, es amable, apenas pellizcos). Y verán, además, que me quedo corto, muy corto.
Wolfgang existe. Es ese buen amigo que todos tenemos (o deberíamos tener) que nos incita a ir más allá, a complicarnos la vida. Es un provocador. Quiere que no nos quedemos embelesados. Mirarse el ombligo es pensar sólo en uno mismo. Pues Wolfgang ve en el ombligo la señal inequívoca de que venimos de otros, y de que, por tanto, tenemos que ir hacia los demás, más lejos. Eso sí, Wolfgang sabe también que el guerrero también desea regresar a Ítaca. Por eso él vuelve siempre a casa de los Marbury, y lo hace para charlar con abundancia de palabras… y de cervezas.
He empezado una segunda parte, con el título provisional de “Y la señora Marbury”. Telma da para más, y han surgido otros personajes (el pequeño Howard, el “general” Montgomery, Nicholas Britten). No hay (aún) hordas de lectores que me lo reclamen, pero me lo pido yo, que he generado la costumbre de buscar en lo cotidiano algo rescatable. Y también estoy intentando cambiar de registro. En mi cabeza y en un cuaderno empieza ya a moverse con cierta soltura un tal Ben Patterson, un tipo del que, cosa rara, dicen que tiene una felicidad inoxidable. Veremos en qué acaba la historia. Aclaro, de todos modos, que escribo como juego al tenis: no para ganar Wimbledon.
Por supuesto. Todo lo que se dice en el libro se hace “con permiso de Tólstoi”, que así se titula precisamente la primera escena. El escritor debería conmover sin irritar.
La poesía se lee, se relee y se vuelve a leer, hasta que a uno se le graba. Probablemente, “Oficio”, una antología del poeta chileno José Miguel Ibáñez Langlois.
“Los hijos del capitán Grant”, de Julio Verne. Pero no fui un lector precoz. Hasta los quince era un lector intermitente. La pólvora prendió en los años universitarios.
No he leído todo, de momento. Pero con Chesterton y Newman tengo ya bastantes horas de vuelo.
“Señora de rojo sobre fondo gris”, de Miguel Delibes.
Estoy acabando “El fanal hialino”, uno de los tomos del “Salón de pasos perdidos” de Trapiello, para empezar -¡por fin!- “Fortunata y Jacinta”, de Galdós. De ensayo, estoy rematando “Lo pequeño es hermoso”, de E.F. Schumacher, pero con el rabillo del ojo espío “La democracia en América”, de Tocqueville. De poesía, “Mal que bien”, de García-Máiquez. Y, a sorbos, “Contramundo”, de Marín-Blázquez, que es todo un descubrimiento.
Puestos a pedir, los Libros de Samuel, para ser el rey David.
“Lo que queda del día”, de James Ivory; “Tierras de penumbra”, de Richard Attenborough; y (¿eran tres, no?) “Mucho ruido y pocas nueces”, de Kenneth Branagh.
En el aspecto literario, “Doña Perfecta”, de Galdós. Aprendí cuánto se puede odiar a un personaje. En otro sentido, “Testigo de esperanza”, de George Weigel. Intuí cuánto se puede amar a una persona.
Cyrano de Bergerac tenía la clave: no regales libros, escribe cartas.
Acabo de hacer un escrutinio y compruebo con alegría que de la quema se salvan todos. Será que en las bibliotecas domésticas se reserva el derecho de admisión.
Acabo de espiar la mesilla en cuestión. El que hay es muy bueno: “Elogio de las sombras”, de Tanizaki.
Toda aquella que aparezca con erratas.
“El mudejarillo”, de Jiménez Lozano, para serenar el alma. “Los relatos del Padre Brown”, de Chesterton, para aguzar el ingenio y encontrarle una salida al ataúd. Y, ¿puedo cambiar el tercer libro por una linterna? Porque nunca me han enterrado, pero me pega que allí luz debe de haber poca…
Con mi primer sueldo me compré “Fígaro”, una colección de artículos de Larra. En la primera página puse la fecha y anoté “nostalgia de periodismo”.