Se ha convertido en un tópico afirmar que La hoguera de las vanidades es el libro que mejor captura el imaginario del Nueva York de los ochenta, aquellos años en los que la alta criminalidad o las tensiones raciales convivían con los yuppies de Wall Street y un mundo en ascenso permanente. Y al cliché no le falta razón: ese rango tan heterogéneo es el que aspira a retratar, con una endiablada y divertida mala leche, Tom Wolfe en su primera y muy exitosa novela. Una sátira que transporta al lector por todos los escenarios imaginables: la jungla de asfalto del sur del Bronx, la línea D del metro, los lujosos apartamentos del Manhattan más pijo, el palacio de Justicia, una redacción sensacionalista, carísimos despachos de abogados…
Ahí es donde la profesión periodística de Tom Wolfe enseña sus garras de observación minuciosa. Como uno de los padres de lo que se denominó el «Nuevo Periodismo» (junto a gentes como Gay Talese, Hunter S. Thompson o Truman Capote), el Wolfe reportero se afanó en ser testigo y altavoz de una sociedad en plena ebullición social, cultural y política, la de la América de finales de los sesenta y principios de los setenta.
Con La hoguera de las vanidades, este dandi mordaz y provocativo aplicó todas sus herramientas retóricas al terreno de la ficción. Si en su célebre reportaje de La izquierda exquisita dibujaba con ironía la fascinación que los violentos Panteras Negras encendían en las celebridades que frecuentaban las exclusivas fiestas de Leonard Bernstein, en su centelleante primera novela amplía la colmena de personajes y tipos humanos hasta niveles de novelón del XIX; no en vano una de las etiquetas más repetidas en el obituario de Wolfe fue la de «el Balzac de Park Avenue». Así, en La hoguera de las vanidades nos encontramos con un antihéroe —un ejecutivo de finanzas— que se desmorona en su afán por ser un «amo del universo», un predicador que juega la carta racial para ascender políticamente, un periodista borrachín y sin escrúpulos, abogados irlandeses que hablan a toda pastilla, sensuales damas sureñas, temibles jueces que hablan con contundencia bíblica…
Con semejante torrente narrativo y perspicacia en la descripción, el estilo de Wolfe también se caracteriza por su agudo oído para captar acentos y jergas. A pesar de su exceso de onomatopeyas, La hoguera de las vanidades logra transmitir el sabor de la diversidad al mismo tiempo que se coñea de ella. Un azote de costumbres y egos. Porque, en el fondo, todos los personajes de este best-seller son un quiero y no puedo, como ese negocio «argentino» de comprar a alguien por lo que vale y venderlo por lo que dice que vale.
Valor y precio, ese eterno ping-pong que, en manos de Wolfe, se convierte en una cáustica reflexión sobre el poder, el gran tema de La hoguera de las vanidades: «Ustedes lo poseían todo, y siguen poseyéndolo, y por eso creen que el capital consiste en poseer cosas. Pero se equivocan. El capital consiste en controlar las cosas. En controlarlas».