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Receta toscana para después de una muerte

“Me acuso de no amar sino muy vagamente / una porción de cosas que encantan a la gente”. Con los versos de Manuel Machado dejamos atrás el mar azul y entramos en este océano ocre con gruesas venas verdes trufadas de uva. Una casa grande. Una ruina de melancolía. Llegamos tarde a misa. La firmamos ayer. Atardece suave la campiña. Aromas, albahaca y tomate. Un Giotto entre recuerdos de Asís. Tenemos que marcharnos, los curas de por aquí se deslizan sobre el misal a la velocidad de la muerte. Pero cómo te brillan los ojos. Otro vistazo a la astrosa fachada. Apenas cruzar el umbral de la portezuela al jardín. Atrapados los pies en enredaderas con espinas. Chasquidos de inquietud bajo los zapatos. Maleza seca, mala hierba, piedra encalada, entumecida, cementerio de líquenes. Muerte, supongo, muerte que espera vivir. 

 

 

Cada paso es el entierro de una determinación. Quién sabe qué habrá debajo de tantas ramas secas, qué bichos arrastrarán sus venenos bajo el olivar, que asesta un golpe de altura al despeinado jardín. Intenta seguir el camino de piedras hacia la puerta de casa. Tu mano está apurada por encontrar la mía. Entre el temor y un fogonazo de ilusión. A ratos una tibia brisa hace oscilar las contras rotas del segundo piso y entonces todo parece un cuento de Lovecraft. Resisten tus tacones entre los guijarros. No estamos vestidos aún de campesinos. Todo comienzo parte de la ropa que nos ocultaba el alma ayer. Y vamos así, litúrgicos y dominicales, sobre los siglos de esta vetusta villa. Aún quedan flores algunas flores, manantial silvestre que asfixias la floresta domesticada, en el jardín. Las cortaré mañana.

Extraños para este lugar, ya no es ajeno. Tenemos que irnos. Se cierne la sombra sobre el valle de Chianti, como si lo estuviera devorando un animal tenebroso. Tañer de campanas. Tan solo hemos venido a ver el caserón, otrora castillo infranqueable de una de esas familias que nunca perecería, y hoy promesa helada esperando que el tiempo la derrita y cobre vida, y sea la nuestra. No deambulan ni los fantasmas de los cadáveres más recientes. 

Hay una belleza tristísima en esos ventanales. Y una fauna propia, que nos miran los pajarillos con curiosidad, el pico torcido ante la presencia del forastero. Todo esto ha sido suyo durante al menos quince años, desde la muerte del último heredero, tantos como parecen haberle caído al tejado en esa esquina en la que debió haber un porche. Sí, es un porche, oculto tras la maleza. Aún está la vieja hamaca de madera, las vistas, un edredón verde y oro, sobre la Toscana, y una botella de coñac rota en el suelo. Hay un libro entre la tierra, ya desteñido, La soberana, de Nina Berberova, que clamaba por esas noches del “alma triste, muy triste por los recuerdos de la vida”. Supongo que al viejo le gustaba sentarse aquí y recordar. Ya nos vamos a la iglesia. Esto es todo por hoy. A la espalda la mansión del nuevo olvido. El renacer. La bohemia, la calma y la tradición. 

 

 

He comprado queso para el desayuno. Repican tus tacones las calles empedradas. Ya asoma la piedra del frontón de la Asunción, lo llevan en volandas los cipreses. El calor no perdona al feligrés, sudamos como pecados contra el Sexto Mandamiento. El viejo reloj de la torre de la iglesia nos brinda la señal, justo a tiempo. El Cristo es unos brazos abiertos a todos los hombres de las bodegas. Al salir, bonito sermón, pasearemos las callejas que circundan la villa, tal vez un chapuzón en su piscina empedrada, con los vapores de los viñedos abrazándonos la desidia y volándonos los temores. 

Y ya con el primer brochazo de las estrellas sobre el lienzo negro, caeremos como sombras cómplices a la terraza de madera de la plaza. El crostini, la tagliata, y el buen Chianti. Y otra vez el paseíto entre las hileras de flores, que ya respiran la oscuridad y lo tiñen todo de malva. Y detenernos en el mirador, que allá se ve el terreno y el caserón, muy a lo lejos, jugando a convertirse en niebla sobre el valle, señalarlo, y hacer planes para lavarle la cara. Y en la villa de esta noche, morada provisional, sonrisas generosas en la recepción. Tal vez un lambrusco en penumbra para refrescar la madrugada, y un montón de aromas que aspirar al fondo, en la ventana abierta de par en par a lo que deba venir. En la mesilla, Bajo el sol de la Toscana. Frances Mayes. Y en voz alta leemos Toscana en tren de vapor, homenaje de Carlo Collodi a su tierra, para soñarnos que, tras la gentileza de esta tiniebla, partiremos con todas las fragancias humedecidas del alba, maletas de madera en un vapor, a un mundo nuevo y limpio que pueda cerrar los párpados, siempre una oración, al mundo que ya se nos había muerto.

 

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