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LO LEÍDO
y lo liado
un blog de enrique garcía-maiquez

Mano en el pecho

Insisto en esto con ocasión o sin ella. Los españoles nos pensamos que los extranjeros nos ven como personajes de una película de Almodóvar, pero ellos anhelan de nosotros al caballero de la mano en el pecho. Y, a poco que nos dejamos ir, no les defraudamos. Por debajo del hilo musical de «La barbacoa», todavía perviven muchas trazas del Siglo de Oro. Nos atribuyen el sentido del honor, la veneración a los mayores, el catolicismo a machamartillo, la torería sacrificial, el gesto hidalgo y los castillos en el aire. Ni que decir tiene que yo he hecho siempre cuanto he podido por no defraudar el concepto. Y basta con que uno o dos mantengan el ideal para que éste se imponga a los tópicos proclamados por tantos tan ruidosamente. O al menos perviva a pesar de ellos. Tampoco es difícil, porque lo llevamos dentro. Por concretar con un ejemplo práctico, a un español siempre le chocarán mucho las bromas que entre sí se gastan los ingleses y que, entre nosotros, darían lugar a un duelo como poco de miradas.

 

 

Con estos preconceptos míos, no os extrañará la alegría de ver justificada mi lentitud y la de mi hijo (que tanto exaspera a nuestra respectiva esposa y madre) en una raigambre hispana, tal y como recoge Peyró en su diario:

 

Gracián definió la prisa como «pasión de necios» y, a lo largo de la historia, los de España», decían en Italia, «porque así tardará más en llegar». Eran otros tiempos, con una administración de ritmos escurialenses, cuando Saavedra Fajardo podía afirmar que «la mayor dolencia de esta Monarquía es la tardanza». Urbano VIII, todo un papa, censuró la «somnolenza» de los españoles, y Leopoldo I, todo un emperador, llamó soñolientos —« schläfig »— a nuestros compatriotas de antaño. Al parecer, esa lentitud nos venía muy bien para marear las cosas. Por volver a Gracián, la lentitud es cosa de hombres sabios y la espera prudente sazona los aciertos. Una lección para la vida.

 

Posdata. Para que no todo parezca regodeo chovinista (que para un español es vicio extranjerizante, por otra parte), también arrastramos los defectos del Siglo de Oro, como me recuerda el mismo Peyró unas páginas más adelante. Ya advertía el capitán Fernández de Andrada a su amigo Fabio que uno de los males de la Corte era terminar convertido en «augur de los semblantes del privado». Véase cómo pervive eso en esta anotación de Peyró:

 

Séptima planta de Génova, otra vez. El sitio impone poco, como si fuera la sede de un seguro médico. Intento en vano poner cara a esos zapatos de hombre y esos tacones y botines de mujer que veo por el cristal, con el esmeril tapándome la cara. No lo logro.

 

 

 

 

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